jueves, 10 de septiembre de 2009

transmundear

Era otoño. Hojas amarillas pintadas por Dalí se asomaban mientras yo miraba por la ventana.
El azul del cielo me nublaba la vista; veía todo difuso, los autos, las calles, las casas, la gente.
La gente era gris, yo lo vi y nadie podrá decir nunca lo contrario. Gris como el estado del cielo a punto de llover.
Bajé, no encontraba la llave. ¡La encontré!
“Mi llave dorada está gris... ¿¡Mi llave dorada está gris!?”
Analicé las probabilidades de haberme vuelto daltónico de un día a otro, pero debo confesar que culpar al cerrajero me resultó más fácil. La mala calidad de los materiales no tienen ya ni una mínima relación con el precio de los productos, que es absolutamente excesivo.

Empecé a caminar hacia el bar de siempre, a cinco cuadras de casa, con pasos rápidos para no retrasarme. Llegué, estaba solo: nadie atendiendo ni en las mesas. Los muchachos no habrán llegado aún, pensé. La puerta abierta como todas las mañanas pero el bar vacío, o mejor dicho, abandonado.
Puertas enormes de madera, y un aire a antiguo se respira adentro. No es un bar común. Es “mi” bar. Nos juntamos los ilustrados, los “iluminados”. Iluminados que no estaban ni tan iluminados ni tan presentes como siempre. (Alguien apagó la luz, quizás).

Había llevado un libro para debatir con el resto –todos los días llevamos algún tema al “Bar Ilustre” para compartir y analizar-. Herman Hesse no me dejaba dormir por ese entonces, no podía parar de leer sus obras y analizar detalle por detalle el sentido de cada una de las palabras que utilizaba. El libro que había llevado no era otro que “El juego de Abalorios”.

Tomé asiento en una de las mesas, apoyé el libro, el cuaderno y la lapicera; decidí atenderme yo mismo. Me serví un cortado. Comencé a leer, las hojas pasaban más rápido que nunca mientras imágenes y palabras volaban por mi cabeza. Sentí a Hesse explicarme oración por oración.

Luego de un buen rato miré el reloj: las diez de la noche. ¡Imposible! Yo había entrado a las nueve de la mañana, el tiempo no pudo haber pasado tan rápido.

La voz de Herman Hesse seguía hablando, ¿hablándome?
Me di vuelta, ahí estaba, sentado en mi misma mesa, a mi izquierda; hizo silencio; me miró. Sonrió. Sonreí. ¿Sonreí?
¡No murió!
¡No murió!
¿No morí?
No morí... ¿no?


[Quién sabe qué me pasó ese día, coqueteé con la locura]

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