domingo, 1 de noviembre de 2009

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El tiempo me ha enseñado a aprehender el don de la paciencia pero un día sentí olvidarlo. Fue esa tarde en que el viento me abofeteaba intermitentemente la cara mientras tus ojos, pícaros dioses del olimpo, intentaban persuadirme. Mi negación, la más extrema, se mostraba firme e inalterable. Mi brazo, elevándose de la mesa y volviéndose a apoyar con intensidad hacía que una botella se balanceara con sobresaltos. Impulsada también por la corriente de aire que entraba por la ventana, chocaba tímidamente contra la pared, el ruido del vidrio me sacaba de quicio, y vos, que lo notabas, me burlabas con simpatía.

Con la jovialidad exagerada, insistías con tus métodos sucios para tentarme de cambiar de opinión. Sonreírme, besarme por demás y abrazarme… esa capacidad tuya para enamorarme. No deberías haberlo hecho.

Luego de un rato de soportar el repugnante chasquido, la furia se apoderó de mí. Tus ojos abandonaron pronto la picardía y se entregaron al terror más profundo.

Puedo asegurar que nunca había sufrido un ataque de tal característica. La impaciencia se retiró de mí unos segundos tarde, ya cuando tu cuerpo descansaba en el suelo. Y esa botella, esa maldita botella, que estuvo en el momento equivocado. Si solo pudiese volver atrás, la sacaría de la mesa.

1 comentario:

  1. Siempre hay alguna botella en medio de los mayores crímenes o de las mayores pasiones

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